Su nombre era Miguel. Y guardó su contacto como MiguelPincheEspañol en mi celular. Pero viaja como una pluma en el viento, cambia de números y de dirección. Las redes sociales son para la gente común y por supuesto que él era la hostia y no las usaba, por lo que no lo volví a ver. Compartimos un Airbnb, con la diferencia de que ese departamento era mi residencia permanente; a él le rentaban una habitación de manera temporal.
Le gustaba salir a bares en la Condesa y conocer chicas a las cuales ligaba con su carisma. Estaba en contra de pagarles la cuenta porque pues… la igualdad de género o algo así. Luego las llevaba al departamento y tenían sexo escandaloso. Al día siguiente desayunaban en el comedor mientras yo, apurada, me arreglaba para llegar temprano a la oficina.
A veces por las noches salíamos a caminar, hacer el súper, tomarnos un café. Se burlaba con desdén de mi trabajo. Él hacía traducciones para una empresa alemana, trabajaba pocas horas a la semana y le alcanzaba para darse una vida mediocre en países a los que viajaba según estuvieran las rentas de Airbnb o los precios de los aviones.
Gastaba poco. Comía taquitos en la calle y llevaba en su leal mochila de viajero un filtro de agua para beber del grifo y no pagar agua purificada. Era alto, de pelo café con barbita, delgado, de aspecto desgarbardo. Tenía una mirada de quien se cree muy listo y quién sabe, tal vez lo era, lo que le daba ese toque interesante que hacía que quisieras agradarle y pasar más tiempo con él.
A veces veíamos películas en PopCorn o una página así, porque pues él consideraba que pagar una cuenta de Netflix era una estafa. Un día, a mitad de una película, comenzó a llover. Creo que la señal de Internet se estropeó, algo ocurrió que pausamos la película. Hizo un cometario como tantos otros, «lo bueno de la lluvia en México es que se pasa rápido, no es como en Colombia».
Luego estiró las piernas y adoptó una posición completamente abierta, recostado en el sillón con los brazos detrás de la cabeza y las manos en la nuca. Me miró de reojo y me preguntó a qué lugares había viajado.
Mi respuesta fue muy amplia y detallada; casi enciclopédica y por supuesto que en un 80%, mentira. Primero hablé de México, la diversidad de sus ecosistemas y uno que otro estado que había visitado. Después dije conocer Costa Rica y con un ejercicio de imaginación que me sorprendió, resalté algunos lugares que había visto en un documental de YouTube.
Envalentonada por mi hazaña continué con Argentina, especificando que Puerto Madero me había encantado y tenía amigos allí (fui una vez al restaurante Puerto Madero, ¿no cuenta un poquito como si fuera verdad?).
De ahí pasé a Chile pues en Playa del Carmen había conocido alguna vez a unos chilenos, uno que me quiso ligar y que me había invitado a Punta Arenas pero que comparado con México, prefería nuestras playas.
Y entre esas y otras descaradas mentiras de mis viajes por Sudamérica y una estancia académica en Europa, libré la pregunta tramposa de Miguel, a quien le encantaba hacerse el interesante y tenía muy ensayado su discurso de «mírame, soy la hostia».
Proseguí con mis viajes de negocios por Medio Oriente y mis aventuras en la India, con el Marajá de Pocajú. Mi relato llegó a tal punto de exageración que finalmente Miguel se estaba riendo; entendió el punto.
Pronto regresó la señal del Internet y terminamos de ver la película. Cada cual se fue a su cuarto y cuando se hartó de México, quién sabe a dónde voló.
Este año voy a hacer mi primer viaje a Europa y eso me emociona. Quisiera ver de nuevo a Miguel para contarle más mentiras y otras tantas verdades de las cosas que hice en este viaje y las maravillas que encontré en otros países. Si alguien lo ve, pásele mi Whats. Es el mismo de siempre.