Catalina de Erausto

Catalina de Erauso, la monja que vivió sin barreras

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Explorando el cajón de mis textos antiguos me encontré con algo que escribí en mis años de estudiante de licenciatura para una clase de Literatura Iberoamericana. Nos dieron a leer a una escritora feminista que, me entero con tristeza por su página en Wikipedia, falleció hace tres meses. Esta escritora se llama Francesca Gargallo y el ensayo en cuestión se llama «Ideas feministas latinoamericanas».

Por alguna razón que no logro determinar, empecé mi ensayo hablando de Catalina de Erauso y Pérez de Galarraga, popularmente conocida como la Monja Alférez. Fue una mujer española que durante el siglo XVII decidió desafiar los roles de género. Abandonó el convento donde la habían encerrado y fue una militar y escritora, que decidió vestir y actuar como hombre. ¿Por convicción o porque solo los hombres en aquella época gozaban de derechos y libertades? No lo sé. No vivió en este siglo y nunca lo sabremos. Ella es un personaje con una historia fascinante, que causó controversia durante los Siglos de Oro. A continuación comparto en color verde lo pensaba mi yo del  2014, año en que escribí el texto.

Francesca Gargallo plantea diversas cuestiones sobre el feminismo en Latinoamérica, pues aunque es un movimiento mundial en nuestros países tiene peculiaridades dignas de analizarse. La situación de las mujeres en los países latinoamericanos debe abordarse no sólo desde la perspectiva política y de género, pues ser mujer plantea un problema de identidad con la propia definición de lo humano. Dice Francesca que «Desde que Fernández de Oviedo se preguntó si los indios eran hombres (entendiendo por hombres seres humanos, con derechos políticos y alma), la identidad ha sido un problema difícil de abordar, cuya definición plantea en América Latina una urgencia extraordinaria».  Nuestro feminismo ha de abordarse también desde el eje de la tan buscada, estudiada y poco encontrada o consensuada identidad como americanos.

Esta problemática social no ha sido nunca ajena a la literatura, los iconos feministas Virginia Woolf y Doris Lessing son dos ejemplos. Cuando la situación de las mujeres era aún más represora que en nuestros días hubo algunas mujeres que destacaron en la literatura, pero suelen figurar como excepciones al estilo de Safo y Sor Juana, pues la regla era tachar y excluirnos de la historia. Las mujeres hacemos la historia, sin embargo son los hombres quienes la escriben (o quienes solían hacerlo).

Siendo aún más específicos en lo que significa ser mujer, planteado en un espacio concreto como la época de la Colonia, imagino que debió ser una situación invivible (aunque no tanto como la de los negros), llena de injusticias nunca denunciadas porque ni siquiera estaban prohibidas.

El caso, por ejemplo, de Catalina de Erauso, monja que decidió escapar del convento y conocer el mundo, y luego decidió narrarlo en un texto que se puede catalogar como una novela de capa y espada.

Cuando pienso en esta mujer viene a mi cabeza la canción de Mecano, Aire, en la que el yo lírico expresa la sensación de ser aire, su experiencia etérea, los lugares que recorre siendo algo que no puede ser cuando está en vela. Así imagino a Catalina, siendo un ser humano, algo que no puede ser en la realidad cuando está en su cuerpo de mujer; por ello tiene que bloquearlo. El relato de Catalina de Erauso tiene un inicio contundente en este sentido:

«Salí del coro, tomé una luz y fuime a la celda de mi tía; tomé allí unas tijeras, hilo y una aguja; tomé unos reales de a ocho que allí estaban, y tomé las llaves del convento y me salí. Fui abriendo puertas y emparejándolas, y en la última dejé mi escapulario y me salí a la calle, que nunca había visto, sin saber por dónde echar ni adónde ir. Tiré no sé por dónde, y fui a dar en un castañar que está fuera y cerca de la espalda del convento. Allí acogime y estuve tres días trazando, acomodando y cortando de vestir. Híceme, de una basquiña de paño azul con que me hallaba, unos calzones, y de un faldellín verde de perpetuán que traía debajo, una ropilla y polainas; el hábito me lo dejé por allí, por no saber qué hacer con él. Corteme el pelo, que tiré y a la tercera noche, deseando alejarme, partí no sé por dónde, calando caminos y pasando lugares, hasta venir a dar en Vitoria, que dista de San Sebastián cerca de veinte leguas, a pie, cansada y sin haber comido más que hierbas que topaba por el camino. Entré en Vitoria sin saber adónde acogerme. A los pocos días encontré al doctor don Francisco de Cerralta, catedrático de allí, el cual me recibió fácilmente, sin conocerme, y me vistió. Era casado con una prima hermana de mi madre, según luego entendí; pero no me di a conocer. Estuve con él cosa de tres meses, en los cuales, viéndome él leer bien el latín, se me inclinó más y me quiso dar estudio; pero como yo rehusara, me porfió y me instaba hasta ponerme las manos. Yo, con esto, determiné dejarle, e hícelo así. Cogile unos cuartos, y concertándome en doce reales con un arriero que partía para Valladolid, que dista cuarenta y cinco leguas, partí con él.»

Más que la tan aclamada audacia de la monja lo que me encanta es que fue consciente de que debía escribir su relato, no sólo por lo fascinante que fue su vida sino porque había una semilla en ella de que algo en el sistema no estaba funcionando bien y lo supo, supo que debía contarlo, como quien entrega una pieza clave de algo que no puede entender con la esperanza de que en el futuro se devele el misterio. Fue aire, no juzgó sí era bueno o malo (a diferencia de su prologuista Ferrer, en 1829) vivió algo prohibido y al final la regresaron a la realidad de su siglo, al espacio que le correspondía, aunque hay que reconocer que se le hizo una concesión anacrónica a su tiempo al darle la libertad de vestir como ella quiso, como hombre. Creo que el mismo hecho de que publicaran la historia junto con otras incrongruencias en el hacer/pensar de la época manifiesta la incomodidad general del trato que se daba a la mujer.

Después continué hablando de un texto escrito durante el virreinato peruano, llamado Defensa de damas, que apareció firmado por Diego Dávalos y Figueroa pero que al parecer, fue escrito por su esposa. Ya sé que hay muchos casos en los que las mujeres que escribían debían firmar con pseudónimos, pero por alguna razón tenía este caso presente y lo que digo al respecto (aunque no tenga mucho sentido cómo fui saltando de un tema a otro, para mi yo lectora del 2022) es lo siguiente:

En primer lugar hay que hablar de la negación de la autoría, pues su nombre no figuró sino hasta estudios posteriores que parecen indicar que fue ella quien lo escribió. Pero más grave que esto resulta para mí el papel que se le asignaba a la mujer, que consiste básicamente es una herencia de las ideas y tópicos femeninos de la época medieval, nos dice Beatriz Barrera en su ensayo «Misoginia y defensa de las damas en el virreinato peruano: los coloquios entre Delio y Milena en la Miscelánea austral (1602) de Diego Dávalos»: «Los lugares comunes medievales en torno a lo femenino que siguen vigentes en la época de Dávalos (y él parece asumir a pesar de su actitud favorable a las damas) parten de Aristóteles y sus herederos, cuya ciencia hace de la mujer un hombre mutilado (masculus occasionatus), cuya fisonomía reproduce imperfectamente la del varón, con un esperma que carece del principio del alma, una menstruación venenosa y una temperatura interna inferior a la masculina, frialdad que impediría el desarrollo completo de los genitales hacia afuera y provocaría un exceso de humedad, solamente purgable mediante el coito. De ahí habría derivado uno de los más evidentes defectos femeninos: la histeria, en relación con la desmesura de su deseo del calor masculino, que no podría ser saciado».

Resulta evidente que el coloquio entre Delia y Cileno es una defensa de damas hasta donde la época fue capaz, pues más bien lo que se defiende de la mujer es la negación de sí misma, la exaltación de la vergüenza y su sometimiento al matrimonio, es decir, que la mujer sólo vale en tanto bloquee su voluntad y deseos y obedezca a un hombre.

Pero aunque nos sorprenda, historias como la de Catalina no son tan extraordinarias. Casi a principios de la década de los noventa, en 1989, murió Billy Tipton, jazzista de sexo mujer que toda su vida adulta se hizo pasar por hombre. Algunos estudiosos sospechan que la hermana de Mozart pudo ser la compositora de piezas que se le atribuyen a él. ¿Cuántos casos como estos no conocemos?

Hemos creído ingenuamente que por no figurar en los libros de historia las mujeres no hemos participado en la construcción del mundo. Vemos nombres de mujeres y pensamos que son la excepción cuando en realidad no lo son, son los pocos nombres que por cuestiones azarosas se conservaron.

El estudio de este tipo de literatura es una pieza fundamental para la construcción de una identidad latinoamericana de las mujeres, y no sólo eso sino también una tradición,  pues si en términos generales hay todavía debate sobre si las artes como las hacemos son propiamente nuestras o híbridas, ¿qué pasa con ese subcampo de la literatura escrita por mujeres, si se nos ha prohibido el espacio y se han borrado nuestros nombres?  ¿Qué pasa si se es mujer e indígena en un país latinoamericano?

Quizá en gran parte por eso aunque la mayoría de las personas que asisten a talleres de creación literaria somos mujeres, pero quienes más publican son hombres. En el campo de la literatura nos queda mucho por hacer y por recuperar.

Y así terminé mi texto, que guardé en el iPad y no recuerdo si lo entregué para la clase. Lo que me gusta de releerlo ahora, ocho años después, es que las cosas aparentemente desconectadas se juntan en algo que forma una especie de diálogo anacrónico. Cuando lo leo y recuerdo a personajes tan dispares en el tiempo y el espacio como la poeta Safo, Sor Juana, Catalina de Erauso, Virgina Woolf, Doris Lessing, Francesca Gargallo… ¿y de dónde saqué a Billy Tipton? No lo sé. Pero me hace sentir que doy saltos cuánticos en el tiempo al releerlas y entender que estamos en un proceso para lograr mejores condiciones, para que las mujeres tengamos un espacio para desarrollar nuestra creatividad. Sea en vestido, en ropajes de hombre o incluso, en un hábito.

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