Sin importar qué tan cruda sea la realidad, Huberto Bátiz siempre encuentra la manera de hacerte reír. Supongo que es su forma de ser y afrontar las cosas que le ocurren, pero hasta el cáncer que le dio y la muerte de una de sus hijas las afronta con acidez, relatando tan cínica y abiertamente sus pensamientos que resulta desconcertante para quien lo escucha hablar.
Por eso a Huberto Bátiz se le ama o se le odia: es el maestro de lo políticamente incorrecto. Es un anecdotario propio y ajeno, de más de una generación, de sus compañeros como José Emilio Pacheco, de todos los escritores a los que publicó por primera vez, de sus incontables alumnos que ahora también son maestros con incontables alumnos, de toda la gente que conoció cuando colaboraba en La Revista de Bellas Artes, para periódicos como Unomásuno, la revista Siempre! y el suplemento literario Sábado.
He escuchado tantas historias de la boca de Huberto sobre tantos escritores que no podría recordarlas todas: orgías que son mezclas de fantasía y realidad; pechos desnudos a la de tres en las fiestas de “Nalgador Sovo”; impúdicas musas en sillones de editores; hombres encerrados a la fuerza con mujeres en rectoría, que no saldrían de las oficinas “hasta que perdieran su virginidad”.
Cierto o falso es lo de menos, pues en sí mismas las anécdotas de Bátiz son literatura pura y es divertido dejarse engañar por ellas.
Es una vaca sagrada que otras vacas sagradas, como Concepción Company, detestan; o respetan, como Sandro Cohen, que en su texto «Que me humille Huberto Bátiz» no pudo describir mejor la única forma de sobrevivir a las aulas y la personalidad de este hombre: “Si uno es humilde —si es como el humus— no importa mucho que lo pisen, que lo pisoteen o que bailen un jarabe tapatío encima de él, siempre y cuando sea con fines pedagógicos.”
He leído más textos sobre Bátiz que de Bátiz. El que Bátiz te dé clases en primer semestre de la Carrera de Letras Hispánicas, en la UNAM, es una especie de filtro: te quedas y aguantas o te vas lloriqueando. En el primer semestre de la Carrera yo llegué con todo menos una actitud humilde a sus clases; como resultado, se armó un campo de batalla por el que lo maté en un cuento que dejó como ejercicio, escribir un crimen pasional: escribí como 10 antes de entregárselo. Funcionó. No sólo me felicitó en los comentarios del trabajo, leyó mis textos al grupo durante tres clases seguidas.
Escribí en un semestre más de lo que había escrito en mis 18 años de existencia. Puedo decir que de todo lo que aprendí con Bátiz lo mejor fue a no tomarme los comentarios de los demás de manera personal y a confiar en que si tengo algo que decir, simplemente tengo que escribirlo.
De lo que se pierden las nuevas generaciones de estudiantes de literatura ahora que se retira.